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BEBER Y SER VICTIMA DE SU PROPIO BREBAJE


Por Alejandro Asmar

Con menuda frecuencia,  la realidad pone en evidencia que la enemistad política no es eterna sino circunstancial. Y que también no hay cuña que la del propio palo. A menudo los papeles se intercambian: el enemigo de ayer se convierte en el aliado de hoy, y viceversa. Verbigracia, la rivalidad entre las dos grandes facciones que se disputan el control y el poder en uno de los principales partidos.

En el pasado reciente, los referidos eran como uña y mugre; alas de un mismo pájaro.
Y no es que dejamos de ser lo mismo de ayer, sino que los intereses, que es la fuerza más poderosa que mueve al mundo, cambian y se entrecruzan, determinando los nuevos derroteros a seguir. En este contexto, las gratitudes y las lealtades son pasajeras y conveniencieras, se mudan de hoy para mañana y se cambian como quien se pone otra camisa, bajo el influjo de la tentación del dinero.

La actividad política en nuestro país ha devenido en algo tan desaseado que se valen todas las triquiñuelas habidas y por haber, atizadas por la falta de un régimen de consecuencias que haga que los delitos electorales sean sancionados por la justicia. A esto ha ido a parar nuestra política.

En las recién pasadas primarias partidistas no vimos propiamente una votación, sino un tráfico de personas hacia las urnas, una burda mercantilización de voto como si estuviéremos un bazar árabe, donde el peso crucial del dinero terminó inclinando la balanza electoral. Y en este proceso hubo un gran alumno que superó al maestro, dándole a beber de su propio brebaje y haciéndole caer en la misma trampa que aprendió en su escuela.

Lo que nos enseñaron estas preselecciones, es que los liderazgos políticos dejaron de ser el resultado de la magia personal, del verbo encantador y de las cualidades superiores del candidato. Ahora el más votado es el más habilidoso, el producto de la imposición del órgano publicitario más poderoso y del que más ofrezca en el mercado de la subasta de conciencia.

Entre ganadores y perdedores, la diferencia estuvo en el bolsillo más alegre. No fue preciso inventar nada, no fue preciso recurrir a nada nuevo, sino auxiliarse de una vieja práctica que un caudillo dominicano del siglo XX introdujo, con evidentes buenos resultados, como parte de la cultura política nacional, siendo calcada por los que le siguieron en el poder.

Hablamos del gran poder movilizador del dinero.

Asistimos a un proceso de prefabricación de candidato a la carrera, apoyado en la fuerza brutal de los recursos económicos. Y una vez más se demuestra que las elecciones están decididas desde mucho antes de emitirse el primer boletín. Se deciden en el mercado de la compra y venta de cédulas, donde el votante humilde aprendió a fuerza de golpes, engaños, desilusiones y promesas incumplidas, a pedir lo “suyo alante”, sabedor de que quizá esta es la única manera de quitarle algo a quienes siempre viven quitándoles todo.

Y por más conteos y reconteos que se haga, esto nunca se cuantificará ni se visibilizará en las computadoras de nuestro organismo electoral, como tampoco en las estadísticas finales. De ahí que la torcedura artificial de la voluntad popular se cuece con anterioridad, haciendo de ésta un producto hecho y rehecho a la manera de la conveniencia particular del oferente que más dinero tiene para dar. Se trata de una realidad invisible, que no se ve en los ordenadores, pero se siente… ¡y de qué manera!

Otra vez  vuelve a cumplirse la verdad refranera de que “aquellas lluvias trajeron estos lodos”. La lluvia de papeleta que corren a raudales ha creado los pantanos de nuestra democracia, donde el votante ya no es un emisor de conciencia sino un cliente que acude a la votación como quien va a realizar una simple transacción comercial.

Lo que todo esto deja como lección al pueblo dominicano es que debe recuperar el protagonismo cívico, asumir su compromiso ciudadano, regenerar la política, oponiendo principios, valores y conciencia a la influencia del dinero en la determinación y orientación del voto.


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