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Las máscaras: quedarse sin quedarse


Por: Alejandro Asmal

El poder, y, sobre todo, el poder absoluto, tiene un componente maligno, que encierra en sí mismo su propia degeneración, y que sólo un santo podría resistir la tentación de abusar del poder.

Dicen que al poder no se renuncia. Y es que éste llega a convertirse en una terrible obsesión, en una tentación irresistible que lo permea todo y que lleva a sus usufructuadores a creer que es una posesión propia, exclusiva e imperecedera que les cae en las manos por haber sido seleccionados por las fuerzas del destino.

El poder cree en su inmortalidad, por eso no acepta su suplantación, así por así.

Alrededor del poder, se llega a estructurar todo el sentido de la vida y la idolatría del ego. Al observar las repercusiones que tienen las decisiones del líder o del gobernante, es inevitable ser invadido por el sentimiento de grandeza y omnispresencia.

Podríamos decir, que el poder nunca deserta de los beneficios que da su disfrute. Por eso, cuando por determinadas circunstancias el ejercicio del poder empieza a hacer aguas, para evitar quedarse inundado, busca las maneras de aplicar políticas de control de daños. Entre éstas, enmascararse para perpetuarse. Cambia algo para que todo siga igual. Incluso, cambia de rostro y de rastro.

De modo que, para reencauzar los cambios y redireccionar los acontecimientos inevitables para evitar no ser arrastrados juntos con estructuras de poder que aspiran a la permanencia, señalan a un ungido para desactivar el potencial explosivo y peligroso de la situación.

En este contexto, el sustituto hace que gobierna, y el que aparentemente sale hace que está “fuera”, así, con el subordinado nominal del líder político, se garantiza el verdadero gobierno en la sombra, que ejerce su abrumadora influencia a través de todos los mecanismos del poder institucional que controla: el político, congresual, el legislativo, el judicial…

Es decir, se va, pero se queda. Cambian los actores y se modifica algo en el escenario, pero el guion y la obra siguen siendo los mismos. Esto quiere decir que, ceremonial y formalmente, podemos tener a un hombre o una mujer como la cabeza visible de un poder ficticio, puesto que el poder real es ejercido tras bastidores.

Las mascaradas no solo se dan en las fiestas de disfraces y en el gran teatro de la vida. También se dan en el manejo de los tinglados del poder, donde quienes están en el escenario, muchas veces son marionetas que se mueven con los hilos que tiran los titiriteros.

En cuanto a la potabilidad del proclamado, a través del cual se ejercerá poder detrás del trono, se condiciona a la opinión pública con campaña basada en la” meritocracia”, resaltando sus logros y méritos que se convierten en el gran ‘acierto’ de la sabiduría del designador.


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