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La vida fuera del Palacio presidencial


Por: Daygorod Fabián

En nuestro patio político es común, en la observancia analítica, el no retiro de los exponentes partidarios, principalmente de los que buscan la nominación número uno (1) del país. Rafael Leónidas Trujillo se extendió por treinta (30) años y murió ejerciendo el régimen. Juan Bosch estuvo aspirando la mayor parte de su vida, luego de ocupar la matricula primera de la nación. Balaguer murió efectuando la política desde su óptica. En épocas recientes tenemos a Leonel Fernández, quien a pesar de ser distinguido en tres (3) ocasiones desea ocupar nueva vez la Presidencia.

Hipólito Mejía logró su cometido en el año dos mil (2000), pero desde entonces ha intentado en reiteradas ocasiones repetir la proeza. Danilo Medina lleva, casi, dos (2) periodos y se dice que busca un tercero. Muchos se cuestionan y han interpelado a los personajes en mención con respecto a ¿si no hay más cosas que hacer en su vida política? ¿Termina todo al momento de salir del palacio?

Más que un especialista en comunicación política o estratega partidaria se necesita un anticuario de la conducta humana, para entender las razones que llevan a una persona a querer ocupar y hacer de su vida el adiestramiento del poder, en una nación, como presidente.

Son muchos los ángulos geométrico-políticos que nos ayudan a entender este comportamiento. El afán continuista está ligado a sentimientos de superioridad, donde se alude a que nadie más está cualificado para lograr un cometido o misión, de la cual nos sentimos elegidos, y que supera el simple razonamiento del común denominador.

No es novedoso el ardid para conseguir o mantener el poder. Tampoco es nuevo el tema al que hacemos referencia. Por ejemplo, en el antiguo testamento se narra la historia del rey David, el cual observó de forma indebida a la esposa de un soldado – Urías -; éste violentó los límites de su poder y buscó la forma de llevarla a palacio y la embaraza. El rey despavorido por las secuelas e interpretando que no podía ocultar el embarazo, envía a Urías al frente de la batalla y precisamente ahí muere.

Muchos ejercen el poder para validar sus inconductas y las de sus allegados. De ahí que se aferran a mantener el poder o volver a él. Según De-Vries (1999) esto ocurre porque los líderes que ocupan posiciones de principalía comienzan a perder cognición de los corolarios de sus actos.

Procede decir que la falta de conciencia se muestra porque tienen (los lideres) cada vez menos contacto con la sociedad y más implicación con un grupo de favorecidos que no se atreven a contradecir, sino que su única misión es alabar la obra, aunque sea de propósitos malsanos.

Otro aspecto a considerar lo expresa Eugenio Marchori (argentino): el poder puede conducir a la soledad. La importancia de un cargo aumenta la distancia entre el líder y las bases. Muestras de respeto (y de temor) como suspender una conversación cuando alguien poderoso entra a la sala o no ser capaz de mantener la mirada son barreras difíciles de superar, incluso si el directivo tiene un estilo de comunicación abierto. Frente a esto, algunos optan por restringir su entorno a los pocos con los que se sienten cómodos y así refuerzan el círculo vicioso que lleva al aislamiento.

Cuando se sale del puesto, en este caso que nos colocó en el primer lugar de la nación, se pone a prueba el verdadero nivel de liderazgo. Muchos para eliminar este síntoma acuden a la proyección internacional. Y aunque no regresan a la presidencia de su país ejercen un amplio grado de influencias en el ámbito continental y regional. Pero los que no, no saben qué hacer con su vida fuera del palacio presidencial.


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